Como
en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa
ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente
agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante,
húmeda de un verano de invernáculo y además infinita; en cualquiera de sus
puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los
túneles, en cualquiera de las estaciones a las que bajemos estará latiendo uno
de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La
noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se
transvasa, donde las estaciones terminales son a la vez llegada y partida;
llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa contra ese temor
indefinido que espera en la penumbra del primer corredor, del primer andén.
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